La persecución post presidencia, el caso Ran Gazit (extracto libro León, mi padre)

rodolfo
03 agosto 2021

Desde septiembre de 1988, luego de que trascurriera un mes de haberse instalado de manera oficial el gobierno de Borja, se venía fraguando con sumo sigilo una trama con el objetivo de judicializar la política. Desde la Superintendencia de Bancos, encabezada por el doctor Gonzalo Córdova Galarza, militante de la Izquierda Democrática, en conexión con el fiscal general del Estado, doctor Fidel Jaramillo, miembro fundador de la Izquierda Democrática; del presidente de la Corte Suprema de Justicia, doctor Ramiro Larrea Santos, hombre vinculado a la izquierda, y de Andrés Vallejo Arcos, ministro de Gobierno, es decir, desde todos los poderes del Estado, se montaba lo que era una canallesca acusación de peculado por el pago de 150.000 dólares al ciudadano israelita Ran Gazit, experto en antiterrorismo.

El día 9 de febrero de 1989, previo a toda una operación de falsificación y desaparición de documentos, el presidente de la Corte Suprema dictó orden de prisión en contra de mi cuñado Miguel Orellana, quien había sido, por un par de años, secretario privado de mi papá en la Presidencia de la República, puesto que fue él quien entregó el pago a Ran Gazit.

Mi padre no tardó en reaccionar y tomó el toro por los cuernos, como era su estilo. Decidió convocar a los medios de comunicación del país para informarles que él había dado la orden para que el Banco Central del Ecuador hiciera una donación en diciembre de 1986 con el objetivo de pagar honorarios al ciudadano israelita Ran Gazit por servicios de consultoría y asesoría técnica para el desarrollo de comunicaciones y sistemas de seguridad reservados de la Presidencia de la República, tal como consta en el recibo suscrito por Gazit.

Mi padre asumió la responsabilidad de un hecho transparente y legítimo. Ran Gazit había prestado servicios en asesoría en medio de la lucha contra el terrorismo, que era su especialidad, y en lugar de acudir a los gastos reservados, cosa que mi papá no hacía sino en contadas ocasiones, al punto de haber gastado apenas trescientos mil dólares en los cuatro años de mandato, prefirió pedir que el Banco Central asumiera el pago.

De todos los documentos del proceso indispensables para que ese pago de honorarios se produjera, desde la solicitud hasta la decisión del Banco Central, así como del recibo suscrito por Ran Gazit, había constancia en los archivos de la Presidencia y del propio banco. No obstante, cosa curiosa, esa documentación había desaparecido de los archivos. Sin embargo, mi papá, que era un hombre metódico, había sacado copia de toda la documentación que había dejado en la Presidencia. Tenía respaldo de todo, así que convocó a la prensa para exhibir la documentación completa que el Gobierno ocultaba.

La declaración suministrada por mi padre, lejos de servir para detener el proceso judicial y para aclarar todas las cosas, sirvió para que el Gobierno y sus aliados cumplieran con su verdadero objetivo: que el juicio se extendiera en su contra.

El fiscal general, doctor Jaramillo, participaba en las cadenas de radio y televisión como un actor político más al margen de su obligación de actuar exclusivamente dentro del proceso. Sus ataques, entonces, no eran de orden legal. Hacía rato había dejado de guardar las formas, y sus ataques —enmascarados por el cargo que ostentaba— eran personales y políticos. El Gobierno jugaba a la cortina de humo para distraer la atención ciudadana y pretender ocultar su ineficiencia.

El ministro de Gobierno, Andrés Vallejo, a quien el presidente Borja llamaba ‘El Zorro’, también salió a la escena para respaldar la conducta del fiscal general y del presidente de la Corte Suprema de Justicia. Negar la politización era ya imposible.

El 18 de enero de 1990, cuando se acercaban las elecciones para la renovación parcial del Congreso como disponía la Constitución de entonces, que debían celebrarse el 17 de junio, la situación se desbordó y rebasó todos los límites. El Gobierno estaba desesperado por su desprestigio y buscaba levantarse usando a mi papá como insumo para la campaña electoral.

Mi padre decía que los aliados de Borja, la extrema izquierda, los AVC y los golpistas, eran parte de esta nueva confabulación. El presidente de la Corte Suprema dictó orden de detención preventiva contra él. Ese mismo día reunió a sus amigos y excolaboradores más cercanos y les dijo que se enfrentaría con todo rigor a la situación, que de ninguna manera huiría, que se defendería en los tribunales y en las calles. “Vamos a usar la ley y a consultar a los ciudadanos pidiendo que salgan a protestar contra el vejamen”, dijo.

Mi papá, junto con Jaime Nebot, su equipo de trabajo y miembros del partido Social Cristiano convocaron una marcha para respaldarlo ante el acoso y pretendido ultraje del Gobierno. Mi madre, que vivía en Quito, se encontraba en Miami con mi hermana María Eugenia para someterse a una cirugía. Al enterarse de la situación, de la orden de prisión en contra de mi papá, pidió a mi hermana arreglar todo para regresar a Guayaquil. “Yo debo estar allá y participar de la marcha en las calles; luego veremos en qué momento me hago la cirugía. Tu papá es un hombre honesto y no merece este trato miserable”, dijo. Le auguró a mi hermana que mi padre crecería en la adversidad y que tal vez lo habían subestimado. Esto lo mantendría activo y vigente en la política, así que estaban haciendo lo opuesto a lo que deberían. “La gente se volcará a las calles, ya lo verás”, decía mi mamá a mi hermana.

Efectivamente, mi madre retornó a la ciudad de Guayaquil y llamó a papá para decirle que estaba ahí para apoyarlo; esto lo hacía por lealtad y, por supuesto, por defender la verdad. El día previsto para la marcha, mis padres se movilizaron juntos desde la casa, en compañía de un par de amigos hacia la calle Nueve de Octubre. Lo hicieron con discreción para evitar que la Policía les impidiera el paso. Se dirigieron al departamento de propiedad de don Teófilo Bucaram, emparentado con Jaime Nebot Saadi, que lo había ofrecido para que ambos permanecieran ahí hasta que fuera el momento de bajar a la calle y sumarse a la gente, pues la vivienda estaba ubicada precisamente en esa avenida. Poco a poco la gente fue llegando mientras gritaba: “León, León, León”. Mi mamá abría apenas la cortina para mirar lo que sucedía en el exterior y se mostraba sorprendida. Le dijo que Guayaquil entero había salido a apoyarlo y respaldarlo, así que consideraba que era el momento de bajar para agradecer y retribuir ese gran respaldo. Mi papá, que conocía bien la intuición de mamá, decidió ir con ella y algunos amigos más que los acompañaban. Al bajar tomaron rumbos distintos con el propósito de que la gente los viera a ambos. En cuanto se percataron de su presencia en la calle, el fervor se encendió aún más. Jaime Nebot, por su parte, recorría la avenida seguido por una enorme muchedumbre. La Policía se hizo presente para dispersar de la peor manera una marcha pacífica. Usaron gas lacrimógeno contra mi mamá, que estaba acompañada de mujeres humildes, y también contra mi papá. Para dispersar el grupo que encabezaba Jaime Nebot hicieron disparos con armas de alto calibre que alcanzaron a herir a Eduardo Fernández Menéndez. La movilización había sido apoteósica y el Gobierno hacía esfuerzos por disgregarla, básicamente para que los medios, todos presentes, no registraran lo multitudinaria que fue.

Mi padre, a pesar de los gases y los ataques, logró llegar hasta el final de la avenida, hasta la rotonda donde se encuentra el monumento de Bolívar y San Martín. Allí pidió ser llevado a la clínica Guayaquil porque se ahogaba. Recibió oxígeno durante unos diez minutos y, a pesar del pedido de su sobrino y médico personal, Roberto Gilbert Febres- Cordero, decidió volver a la avenida Nueve de Octubre. Llegó hasta allí y se dirigió al Club Metropolitano al que subió para dirigir unas palabras a la multitud que seguía congregada y manifestándole su apoyo. Era su primer discurso desde que dejó la Presidencia. Mi papá estaba entero y se entusiasmaba con el fervor de la gente.

Esa noche, de vuelta a casa, papá dijo: “Hoy el pueblo ha dicho que no cree en la patraña del Gobierno. También ha dicho que nos respalda y aprecia”. Estoy segura que ese día, después de vivir el respaldo que también recibió, Jaime Nebot decidió que seguiría por la ruta de la política electoral. Posteriormente, sería candidato a diputado en las elecciones de junio de ese año, 1990.

Por su parte, continuaba el proceso judicial contra mi papá y mi cuñado Miguel Orellana, una persona que aparte del parentesco era considerado por mi papá de manera íntima. Mi padre descubrió y exhibió a la prensa cómo los borradores de las providencias, incluso de una sentencia condenatoria, se preparaban fuera del despacho del presidente de la Corte Suprema de Justicia, pues las elaboraba un conocido penalista de la ciudad de Guayaquil. Así que el denominado ‘Chucky Seven’, ese ser perverso que prepara con mano política fallos que firma la “justicia”, ya existía entonces.

En medio de esa enconada lucha por que prevaleciera la verdad y se sepultara la infamia vertida contra mi papá y mi cuñado, se llevaron a cabo las elecciones para diputados el día domingo 17 de junio de 1990. Jaime Nebot encabezaba la lista del Guayas.

Recuerdo a la perfección esa noche. Mi papá aseguró que ese día el país entero se pronunciaría categóricamente no solamente sobre el manejo económico de Ecuador, sino acerca de la situación social y política que atravesaba en ese momento, en este último sentido sobre todo por el atropello que habíamos sufrido.

Los resultados no se hicieron esperar. El Partido Social Cristiano obtuvo el mayor número de legisladores provinciales. Le correspondieron 16 curules, mientras que al partido de Gobierno, Izquierda Democrática, 14. El pueblo había dado su veredicto. Jaime Nebot se inauguraba como diputado con una extraordinaria votación.

Una vez que había fracasado el propósito del Gobierno de apalancarse popularmente persiguiendo a mi padre y ante las contundentes evidencias a su favor, en el mes de agosto de 1990 la Corte Suprema de Justicia, a pesar de los vínculos con el Gobierno de turno, no tuvo otra opción que declararlos inocentes a él y a Miguel Orellana. El balance de la maniobra política del Gobierno fue negativo.

Toda la campaña de propaganda contra mi papá, para desfigurarlo y generar una leyenda, de la que formaban parte un cortejo de seudointelectuales de izquierda, no había logrado otra cosa que devolverlo a la palestra política, al escenario donde él mejor se desenvolvía: el del debate. Los ataques, en lugar de amilanarlo, lo crecieron. La infamia lo hizo luchar por la verdad y venció.

Mi papá había vuelto —si acaso se había ido— al intrincado terreno de la política, ahora en guayabera. Buena noticia para él y el país, pero una catástrofe para nuestra vida familiar.

© 2022 Todos los derechos reservados.