Llegó el día 16 de enero y mi papá se dirigió a la base aérea de Quito para abordar el avión presidencial, junto con una comitiva que estaba integrada por el general Marcelo Delgado, jefe militar de la Casa Presidencial; Álex Ripalda Burgos y Juan Manrique Martínez, ambos asesores; Simón Acosta Espinosa, secretario privado; Napoleón Gómez Real, dirigente del PSC del Guayas, y mi tío Nicolás, quien se encontraba en Quito por esos días. Además, como correspondía, iban miembros de la seguridad presidencial, como el teniente Renán Borbúa Espinel, el sargento primero Segundo Paspuel, el sargento segundo Jaime Quinga B., el sargento segundo Eliécer Herrera D., el cabo primero Patricio Robayo J. y el cabo segundo Carlos Solís C., entre otros civiles. En Taura se encontrarían con un nutrido grupo encabezado por el ministro de Defensa General de División en servicio pasivo, Medardo Salazar Navas; el comandante del Ejército y del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas, general Jorge Asanza Acayturri; el comandante de la Fuerza Aérea Ecuatoriana, general del aire Jorge Andrade Cevallos, y los invitados especiales para el evento, entre los que estarían el gobernador del Guayas, Jaime Nebot Saadi, y el jefe político del Guayas, Jorge Arosemena Gallardo.
El avión partió a la hora prevista, a las 8:00 horas. Durante el trayecto que duró el viaje, mi papá estuvo revisando el discurso que iba a pronunciar y algunos documentos relacionados con las obras que visitaría en Guayaquil, aunque también hubo un breve momento para bromear con sus acompañantes. A ninguno se le pasó por la cabeza pensar que se dirigía a una emboscada perfectamente planificada, cuyo objetivo central era asesinarlo. Por esa vía conseguirían la sucesión presidencial, la renuncia del vicepresidente y la asunción al poder por parte del presidente del Congreso, Andrés Vallejo Arcos, como mi papá concluiría tiempo después.
Finalmente, el avión presidencial, el antiguo Avro, aterrizó en la base aérea de Taura poco antes de las 9 de la mañana. En la pista, al pie de la escalinata, esperaban el descenso del presidente los generales de la Fuerza Aérea, Salvador Flores, Raúl Cousin y Galo Coronel, quienes lo acompañaron hasta el lugar donde debían rendirle los honores de rigor, es decir, a unos 200 metros del avión. Detrás de mi papá y de los generales de la FAE venían sus acompañantes y los miembros de la comitiva de seguridad. En el sitio asignado para el saludo protocolario al presidente se encontraban el ministro de Defensa y los comandantes generales del Ejército y la Fuerza Aérea. Por su parte, el jefe de la base, coronel Patricio González, se encontraba en el salón del auditorio de la base junto con los otros invitados especiales charlando y departiendo mientras se daba inicio formal a la ceremonia.
Cuando mi padre se encontraba frente a quienes le rendían honores y cumplían con el saludo protocolario, sonó un disparo. Los miembros de la seguridad presidencial, que estaban algunos pasos detrás de él, de inmediato corrieron para alcanzarlo y protegerlo, de acuerdo con los protocolos. Mientras tanto, de la parte trasera, en medio de los matorrales y debidamente camuflados, emergió un grupo armado que disparaba balas de alto calibre contra los miembros de la seguridad de mi papá. Al mismo tiempo, parte de los soldados apostados frente a mi padre, detrás de las autoridades que lo recibían, empezaron también a disparar, en lo que se convirtió en un escenario de fuego cruzado. De esta manera, se consolidaba una cobarde emboscada e intento de magnicidio.
El cabo primero Carlos Solís y el sargento Eliécer Herrera, hombres de seguridad de la Presidencia, lograron ponerse delante de mi papá, que estaba de pie, para protegerlo con sus cuerpos. Ambos cayeron al piso gravemente heridos de bala de metralla. Su sangre brotaba a borbotones, pero aun así se arrastraban para gritar a mi papá que se tirara al piso. Uno de los soldados complotados se acercó al cabo Solís y volvió a dispararle. Lo mismo hizo otro comando con el sargento Herrera, quien murió desangrado clamando por auxilio hasta su último hálito de vida.
El sargento segundo Jaime Quinga corrió para proteger a mi padre con su cuerpo y una ráfaga de metralla lo abatió. Estando en el piso, un comando le disparó en la cabeza y destrozó su cráneo. El sargento primero Segundo Paspuel hizo lo mismo, interpuso su cuerpo entre las balas y mi papá. Cayó gravemente herido con varios tiros que se alojaron en su cuerpo. Benito Quiroga, parte de la seguridad civil del presidente, cayó gravemente herido. Ninguno de los miembros de seguridad presidencial tenía armas para defenderse, pues, por tratarse de un recinto militar, las armas quedaban en el avión hasta su movilización a Guayaquil.
La historia de nuestro país no había registrado un suceso de esta magnitud, menos aún en un recinto militar, con hombres ocultos, con los rostros pintados que desplegaban un articulado plan. Una cobardía infinita se registró y vivió en Taura.
Estos lamentables hechos ocurrían a una vertiginosa velocidad. Finalmente, el general Marcelo Delgado y el teniente Renán Borbúa llegaron junto a mi padre, lograron superar su resistencia y lo tumbaron al piso mientras él gritaba con voz recia que detuvieran el asesinato de hombres inocentes. Enseguida, el cabo primero Patricio Robayo, otro miembro que formaba parte de la seguridad presidencial, cubrió hábilmente con su cuerpo a mi papá mientras permaneció en el
suelo.
De repente se oyeron gritos de “cójanlo, mátenlo” y luego sonó un disparo contundente que provenía del sector cercano al edificio principal de la base. Un hombre cayó al piso herido en una mano, pero esto no impidió que se levantara para seguir increpando a los soldados o comandos por el desleal y criminal acto que estaban ocasionando. Su valiente reproche le había causado una herida de bala y la amenaza contra su vida por parte de sus subalternos. Era el jefe de la base aérea de Taura, teniente coronel González, quien había salido corriendo del salón del auditorio al oír los disparos.
Inmediatamente después, mi papá se puso de pie e increpó con ímpetu a los soldados que habían asesinado al personal de su seguridad y herido a otros tantos. Algunos testigos de los hechos impidieron que las armas, que en ese momento tensionante apuntaban a su cabeza, fueran disparadas. Entre los pocos presentes estaba la periodista María Teresa Arboleda, que cubría el evento para Ecuavisa.
Al exigir que retiraran las armas que apuntaban a mi papá, el ministro de Defensa, general en servicio pasivo Medardo Salazar, recibió un severo golpe en la cabeza, propinado con la culata de un fusil de asalto. Los sublevados amenazaron con sus armas a todos los que acompañaban a mi papá, civiles y militares, mientras él gritaba que ayudaran a los heridos. “Que se mueran esos hijos de puta”, fue la respuesta que recibió.
Mientras tanto en Quito, el vicepresidente Blasco Peñaherrera, el ministro de Gobierno Luis Robles Plaza y el secretario de la Presidencia, Chaly Pareja Cordero, habían sido alertados de lo ocurrido y buscaban estructurar una salida a la grave situación. Jaime Nebot, quien llegaba a la puerta de la base de Taura acompañado por Jorge Arosemena Gallardo, tuvo el acierto y la rapidez de evitar entrar y dirigirse a Guayaquil para alertar a la ciudadanía de lo que ocurría. Pronto, las multitudes salieron a las calles a defender la democracia y al presidente.
Luis Robles y Pareja Cordero se apresuraron a informar a mi mamá sobre estos delicados hechos. Se dirigieron a la residencia presidencial donde ella los recibió de inmediato debido a la confianza personal que tenía con ambos. Procedieron a comentarle con minuciosidad lo ocurrido, hicieron varias llamadas telefónicas y pidieron que les avisaran en cuanto el vicepresidente arribara al Palacio de Gobierno. Cuando supieron que Blasco estaba ya en el despacho presidencial, los tres bajaron aceleradamente a reunirse con él. Intercambiaron criterios y el vicepresidente decidió que no asumiría la Presidencia porque el cargo no estaba vacante y mi papá ejercía a plenitud sus funciones.
No obstante, varios miembros del Congreso Nacional, incluido su propio presidente, así como otros actores políticos fundamentales que cumplían su parte en toda la trama, presionaban por todos los medios posibles y a su alcance para que el vicepresidente asumiera las funciones de presidente. Blasco no cedió y, por el contrario, se empeñó en facilitar que las órdenes que impartía mi padre, en calidad de presidente de la República, las cumpliera a cabalidad el alto mando militar reunido en Quito en el Ministerio de Defensa.
En Taura, las imágenes grabadas por los camarógrafos de Ecuavisa fueron retiradas por los sublevados. No obstante, Teresa Arboleda se mantuvo en el lugar y fue la única testigo, fuera de las partes involucradas, por lo que presenció el desenvolvimiento de los sucesos. La comitiva que viajó con mi papá fue subida a empellones y bajo amenazas a un bus. Mientras rodaba, uno de los comandos, Pedro Dimas Loor, al que llamaban “Sambo Colorado”, disparó una ráfaga de ametralladora amenazando de muerte a los rehenes. Fueron conducidos a la capilla de la base y los dejaron con custodios fuertemente armados que, de cuando en cuando, los amenazaban e insultaban. El ambiente en esa capilla, destinada a la oración, era tenso y hostil a niveles inimaginables.
Mientras tanto, mi papá y el ministro de Defensa eran llevados a la oficina de la jefatura de la base en calidad de secuestrados. Allí se encontraban varios comandos, todos ellos alterados y nerviosos. Ningún oficial había participado en los vergonzosos actos. Los autores y ejecutores eran de bajísimo rango y aerotécnicos que no formaban parte de la carrera militar. Ellos le exigían a mi papá la renuncia de todo el mando militar y la liberación del general Frank Vargas, detenido por orden de la Corte Militar por la sublevación de 1986, previa a las elecciones de diputados de ese año. Era evidente que había un complot y no importaban los medios ni los asesinatos con tal de lograr el propósito de deponer el régimen. En esa jefatura también estaba, en momentos cruciales, Teresa Arboleda.
En Quito, las fuerzas políticas del Congreso se esforzaban por mantener su presión. Las emisoras de radio y los canales de televisión copaban sus espacios con entrevistas a René Vargas, diputado y hermano de Frank, y a Osvaldo Hurtado, Andrés Vallejo y otros diputados provinciales y nacionales de la Izquierda Democrática y Democracia Popular, que exigían y demandaban categóricamente la separación del cargo de mi papá como presidente de la República. No cesaban las llamadas a Blasco para que diera el paso, asumiera la Presidencia y tomara las decisiones que exigían los políticos y los obedientes comandos. La negativa del vicepresidente tampoco se quebraba.
En los barrios de Quito y Guayaquil la situación era diferente. En ambas ciudades se presentaba movilización popular a favor del presidente. En Quito, el Comité del Pueblo, La Ecuatoriana, La Roldós Aguilera y los barrios populares salieron a las calles y plazas para hacer escuchar su voz a los políticos.
En contraste con lo que ocurría con la mayoría legislativa integrada por la Izquierda Democrática y la Democracia Popular, los presidentes de naciones extranjeras hicieron oír su voz de protesta. El entonces presidente de la República vecina del Perú, Alan García, instó a todos los países latinoamericanos para “impulsar un movimiento regional contra el secuestro de León Febres-Cordero”. El presidente Ronald Reagan dijo: “Estados Unidos se opone totalmente a este aparente ataque a una democracia constitucional”, mientras que el presidente del Gobierno de España, Felipe González, expresaba: “Me solidarizo plenamente con el Gobierno constitucional del Ecuador y pido la inmediata liberación de su presidente Febres-Cordero”. En igual sentido y contundencia, revelando que se trataba claramente de un secuestro y de un intento de golpe de Estado, se pronunciaron la OEA y la ONU, así como todos los gobiernos latinoamericanos, con excepción de Nicaragua, gobernada en ese momento por Daniel Ortega. Ya hemos visto que tuvo que ver con muchos actos de terrorismo en el país y, muy probablemente, de este hecho también, como más adelante, en el Gobierno del doctor Rodrigo Borja, sugirió el Estado Mayor del Ejército. Desde fuera del país y en las
calles de nuestras ciudades se repudiaba lo ocurrido.
En Taura fueron asesinados el sargento primero Eliécer Herrera y el sargento segundo Jaime Quinga, al tiempo que cayeron heridos de gravedad y con múltiples tiros el cabo primero Carlos Solís y el sargento primero Segundo Paspuel P. Todos ellos recibieron disparos de armas de grueso calibre mientras protegían a mi papá, el verdadero destinatario de las balas. La situación en la oficina de la jefatura de la base, donde se hallaban secuestrados mi papá y el ministro de Defensa, era tensa y, a ratos, violenta. Los sublevados amenazaron con asesinar uno a uno a los rehenes que se encontraban en la capilla. Después de lo vivido, no cabía duda de que la amenaza iba en serio.
En el mismo recinto donde se encontraban mi papá y el ministro de Defensa se escuchó una voz serena que desafió a sus compañeros sublevados para tratar de poner calma y buscar una solución. Era el mayor Ángel Córdova. Él se ofreció a volar a Quito para reunirse con el mando militar y traer a Frank Vargas a Taura, a cambio de que no se asesinara a los rehenes y se dejara en libertad a mi papá y a sus acompañantes. Los insurrectos no aceptaban esa propuesta si mi padre no renunciaba a su cargo, a lo que respondió que ellos no lo habían elegido y que, por ende, no podían imponerle esa condición; que no lo haría bajo ninguna circunstancia. Les dijo, además, que sería él, en calidad de presidente, quien dispondría y firmaría la libertad de Frank Vargas. La contribución del mayor Córdova, sumada a la inquebrantable postura de mi papá, sirvió para que se aceptara la propuesta y el mayor Córdova viajara a Quito para traer a Taura con Vargas. Se puso en marcha el operativo con instrucciones por parte de mi papá al doctor Blasco Peñaherrera y al mando militar.
Una vez todo estuvo acordado, se negoció la salida de mi padre y su comitiva de la base, que debía producirse tan pronto el avión que traía a Frank Vargas aterrizara en Taura.
La presencia de Teresa Arboleda y del camarógrafo de Ecuavisa servía para dejar testimonio de los hechos y de las circunstancias, así como de la conducta de los perpetradores y de las víctimas.
El teniente Renán Borbúa había trasladado a los heridos al hospital militar y había regresado a Taura para seguir cumpliendo con su obligación de proteger al presidente. Sin embargo, los sublevados lo mantuvieron de rehén hasta el día siguiente.
Los miembros de la comitiva, militares y civiles que acompañaban a mi papá y que se encontraban en la capilla, fueron trasladados al salón del auditorio a las 7 de la noche. Ellos no sabían qué suerte habían corrido los demás ni cuáles eran los planes de los secuestradores y sublevados.
Se acordó que mi papá, el ministro de Defensa y toda la comitiva, serían trasladados en un bus a la ciudad de Guayaquil, una vez que Frank Vargas estuviera en la oficina de la jefatura de la base.
Mientras salían al autobús, mi padre pidió que el camarógrafo de Ecuavisa encendiera su cámara para registrar estos momentos determinantes. El capitán Maldonado, uno de los portavoces de los sublevados, se opuso. Mi papá dijo en voz alta: “Yo soy el presidente de la República, encienda la cámara, por favor”. El camarógrafo así hizo, al tiempo que Teresa Arboleda, absorta, presenciaba todo.
Finalmente, el autobús salió con rumbo a Guayaquil, no sin la preocupación de que balas asesinas volvieran de la mano de la traición que había estado presente todo ese día. Conforme el bus se adentraba a los barrios periféricos de la ciudad, la gente salía de sus casas a gritar: “León, León, León”. Cuando estuvieron ya dentro de la ciudad, una muchedumbre se movía en las calles vitoreando al presidente. A pesar del agotamiento, mi papá y sus acompañantes saludaban y respondían al cariño de la multitud.
El autobús se dirigió a la denominada Zona Militar, un edificio en la calle Nueve de Octubre donde se encontraba el jefe militar de la plaza de Guayaquil, general Ramiro Ricaurte, un militar de honor y respetuoso de la democracia. Desde allí, mi padre, acompañado por Jaime Nebot, gobernador de la provincia, y por amigos y colaboradores, llamó primero a mi mamá para hacerle saber que estaba bien, y luego al vicepresidente, doctor Blasco Peñaherrera y a sus leales colaboradores que, desde Quito, en el Palacio de Gobierno, habían movido cielo y tierra para impedir que se consumara un golpe de Estado.
La preocupación inmediata de mi padre era el personal de seguridad que había visto caer abaleado de la manera más cruel y miserable. Pidió un parte y le dijeron que habían fallecido los sargentos Quinga y Herrera, y que estaban gravemente heridos Paspuel y Solís. Mi papá no ocultaba su dolor. Esos valientes expusieron su vida por salvarlo a él.
También solicitó que le informaran del estado de los heridos y que los llevaran al hospital militar. El sargento Segundo Paspuel tenía 5 heridas graves de proyectiles, una en el pecho y otra en el abdomen, que habían afectado el hígado, el riñón y parte del colon; una más en el pulmón izquierdo y otra en el brazo izquierdo. El cabo primero Carlos Solís también tenía varias heridas de proyectiles en su cuerpo. Lo habían destrozado. Su vida corría inminente peligro. Tenía el abdomen, el conducto deferente y la vejiga con varias perforaciones causadas por proyectiles, además de otras heridas en el muslo y el brazo izquierdos.
Los heridos estaban graves y los médicos hacían esfuerzos para salvar sus vidas. Mi papá dispuso que, una vez fueran estabilizados, los trasladaran al Hospital Mount Sinaí de la ciudad de Miami, Florida. Ambos pudieron salvar sus vidas milagrosamente, aunque con graves secuelas.
En Quito, mi mamá, aunque totalmente devastada por lo sucedido, pedía que atendieran a las familias de los fallecidos y de los heridos. Había que darles calor humano y expresarles el dolor compartido con ellas. Había que organizar las exequias con los honores correspondientes. No había forma de consolarla.
Mi papá volvió a Quito para acompañar a las familias de los caídos y para participar en las honras fúnebres. Ese mismo doloroso día, luego de las exequias, el alto mando militar había pedido una reunión con mi padre. Al mismo tiempo, el presidente del Congreso, en un aviso preparado el mismo día 16 de enero, mientras mi papá estaba secuestrado, y publicado el día sábado 17, convocaba a la legislatura a sesión extraordinaria el día martes 20 de enero de 1987, para solicitar, entre otros asuntos, la renuncia del presidente de la República. Es decir, lo mismo que pedían los sublevados de Taura.
El alto mando fue recibido por mi padre en uno de los salones de la residencia en el propio Palacio de Gobierno. Luego de los saludos de rigor, el jefe del Comando Conjunto tomó la palabra y dijo que sus compañeros, miembros de las tres ramas de las Fuerzas Armadas, luego de deliberar y analizar los graves acontecimientos acontecidos en el país y de la actitud insensata del Congreso, le pedían que, para restablecer la paz y la armonía, meditara y estudiara la posibilidad legal de cerrar el Congreso Nacional y mandara a los legisladores a su casa por conspirar contra el sistema democrático.
Mi papá los escuchó a todos y, finalmente, les dijo: “Comprendo que lo que me dicen es producto de la indignación, de los sentimientos de estupor frente a lo ocurrido. La oposición se ha valido de armas innobles y desproporcionadas, pero no han logrado su objetivo de separarme del cargo y de dar un golpe con apariencia de democracia para sentarse en el sillón presidencial haciendo a un lado incluso al vicepresidente Peñaherrera. La Constitución del país no me concede facultades para cerrar el Congreso. No voy a dar un paso contra la Constitución. A la oposición no le importa el país, tampoco los muertos y los heridos, ni la sublevación militar que ellos mismos han promovido y aupado; le importa mi fracaso. No toleran que los haya vencido. Sus intentos de hacernos daño no terminarán con este episodio. Yo los invito a construir más democracia, a no dejarnos llevar por la indignación y el dolor. Respondamos con más trabajo y más dedicación a las obras importantes del país”. Un sonoro aplauso y el estruendo de una docena o más de choques de talones con los que los militares saludan usualmente a sus superiores, acompañaron a las últimas palabras de mi papá. Nunca más se habló de ese tema.
Ese día —lunes 19 de enero— fui al palacio a acompañar a mi mamá. Ella estaba mal, dolida con lo ocurrido, pues no lo podía creer. Me comentó que mi padre había convocado esa semana a una reunión a los presidentes del Congreso, de la Corte Suprema y del Tribunal Constitucional. Quería decirles unas cuantas cosas en su propia cara.
El día martes 20 de enero, como estaba previsto, los legisladores de la oposición, entre ellos René Vargas P. y otros tantos de la Izquierda Democrática, dedicaron horas a exigir la renuncia de mi papá, como lo hacía Osvaldo Hurtado en los medios de comunicación. Todos ellos, y los secuestradores de Taura, buscaban lo mismo. Ese vínculo era inocultable y deshonroso, aunque Andrés Vallejo buscaba vanamente guardar las apariencias. Después de la intervención de René Vargas, del partido de Osvaldo Hurtado, Marcelo Santos, legislador social cristiano pidió la palabra para demostrar la poca vergüenza de la mayoría del Congreso, golpistas camuflados. Marcelo dijo, entre otras cosas:
“En este momento no se pronuncia el Congreso Nacional por rechazar lo subversivo. No. Expertos en la sucesión presidencial por causa de muerte, que ya ensayaron con éxito luego del accidente no aclarado del presidente Jaime Roldós, comenzaron a fraguar la nueva sucesión presidencial por causa de muerte, y este es el resultado del 16 de enero de 1987 en la Base de Taura. Ochenta comandos con las caras embadurnadas de negro, manejados desde atrás cual marionetas por negras conciencias que no se atreven a presentarse de frente, que sintieron en ese mismo día la tremenda angustia de que les había fallado su gran ambición, su logro egoísta de derrocar a Febres-Cordero, el presidente del Ecuador, que no muere porque sus leales servidores, los guardias que estaban junto a él, cayeron víctimas de las balas destinadas al primer magistrado. Está vivo, no lo pudieron derrocar, ensayaron todo. (…) Los buitres de la antipatria estaban listos para caer a devorar los restos de los muertos, y así estaban ensayando los diversos tipos de sucesión presidencial, y dudaban entre la dictadura de aquellos que creyeron que iban a estar mayoritariamente en la asonada o buscando soluciones seudoconstitucionales, y comenzaron a hablar de vacíos de poder y de una serie de disparates jurídicos que no tienen ningún sustento ético, y ahora se lamentan de que el presidente de la República no haya muerto. ¡Qué barbaridad! (…) Teníamos también una moción que presentar, pero de antemano sabemos que el señor presidente del Congreso no la calificará de previa; en esa moción queríamos hacer algo que no está señalado en la moción escrita ante miedo y frustración; decir que el Congreso Nacional presenta su condolencia y sus expresiones de dolor a los familiares de las víctimas; esas víctimas no cuentan, señores, no podían contar para los que redactaron ese manifiesto. Gracias”.
Esa misma semana se produjo la reunión con los presidentes del Congreso Nacional, de la Corte Suprema y del Tribunal Constitucional. Mi papá los recibió en su despacho, con dos de sus colaboradores al lado: el secretario general de la Administración y el secretario de la Presidencia de la República. Luego de invitarlos a sentarse, mi papá les dijo que los había invitado para decirles frontal y directamente que repudiaba, con excepción del presidente del Tribunal Constitucional, Horacio Guillén —que había rechazado el intento de golpe de Estado y secuestro—, la conducta que habían observado durante los sucesos de Taura. Que consideraba una traición que se hubieran empeñado en perpetrar y orquestar una situación tan grave. Que consideraba indigna la postura de pedirle la renuncia una vez que salió vivo de Taura y conservando el lugar para el cual había sido elegido por los ecuatorianos. Cuando terminó, ninguno de ellos articuló palabra. Les agradeció la presencia y los despidió. A partir de Taura, en especial luego de que el doctor Rodrigo Borja ejerciera la Presidencia de la República, se articuló un plan de propaganda para construir una leyenda negra que tergiversara lo sucedido en la base aérea, de la misma manera que se había hecho con otros temas, como el caso de la designación de la Corte Suprema al que ya me he referido.
Menos mal, para el registro de los sucesos y el mejor entendimiento de las situaciones que luego recogen las páginas de la historia, podemos contar con la versión de la única testigo presencial de los hechos, imparcial y objetiva, la señora Teresa Arboleda, quien cubría el acto como reportera de Ecuavisa. Esto fue lo que ella relató, en el programa “Castigo Divino”, en la entrevista que le hizo el licenciado Luis Eduardo Vivanco:
Luis Eduardo Vivanco (L.E.V.): Y de ahí León Febres-Cordero, ¡vaya personaje! Y un personaje… Teresa Arboleda (
T.A.): Ahí yo era reportera.
L.E.V.: Y una reportera querida por él, me dicen, hasta el ‘taurazo’, claro. O sea, en realidad me dicen que él tenía un cariño por usted, el expresidente, antes de ese capítulo, y le comentaba antes de la entrevista…
T.A.: Diría que me trataba con simpatía, no sé si cariño.
L.E.V.: A mí sí me han dicho que con cariño (…) Y de ahí sucede esto. Tú, ‘millennial’, que estás viendo esto, no tienes un carajo de idea de qué es un ‘taurazo’. Anda, estudia un chance, por el amor de Dios: “Es una manifestación militar que termina con el secuestro, liderado por Frank Vargas Pazos, que termina con el secuestro del entonces presidente de la República León Febres-Cordero, y la señora que aquí me acompaña era la única reportera y el único medio de comunicación que estaban informando en vivo y en el lugar de los hechos.
T.A.: No podíamos informar en vivo.
L.E.V.: No en vivo, mandaba los videos en motocicleta al cerro, me decían.
T.A.: Tampoco, tampoco es exacto.
L.E.V.: ¿Cómo fue el asunto, entonces?
T.A.: Mira, en esa época no había celular, ni siquiera en Taura había un sistema de teléfono que tú cogías y llamabas a cualquier lado. Eso, creo, solo era en la oficina del comando.
L.E.V.: ¿Pero, primero, cómo llega usted ahí?
T.A.: ¿Cómo llego? Llego con mi camarógrafo, comenzaron a bloquear, ya bloquearon. Acuérdate tú que eso es entre el km 26 y Durán, y en esa época estaban haciendo lo que es hoy, la supercarretera de Durán-Tambo, que es muy buena, y en esa época estaba en piedrita todavía. Era la otra forma de llegar a esta zona del 26, en la vía del Triunfo. Entonces, esta parte de esta carretera era una pista alternativa para Taura. Bloquearon, inmediatamente bloquearon en Durán la carretera y la bloquearon acá en el 26. Yo estaba con mi camarógrafo, estábamos cerca porque estábamos haciendo otra cobertura por ahí.
L.E.V.: ¿Coincidían?
T.A.: Coincidía que estábamos haciendo otra cobertura por ahí. Comenzamos a ver las ambulancias y supimos que algo pasaba. Nos comunicamos con el canal y nos dijeron que algo pasaba en Taura y en esa época teníamos que buscar teléfono. Teníamos unos radios, pero ya desde Taura no funcionaban, no tenían cobertura. De ahí entramos, forzamos un poco la seguridad y entramos. Me bajé en medio de ese caos.
L.E.V.: Los militares dejaron entrar, dándose cuenta de que Ecuavisa ha llegado, que ni sé qué. Venga… venga…
T.A.: No tanto, no tanto.
L.E.V.: ¿Entonces cómo le dejan entrar?
T.A.: Un poco dramático. Yo siempre he dicho que si yo hubiera sido mamá, probablemente no lo hubiera hecho. En esa época yo era soltera, no tenía hijos. No lo hubiera hecho, pues habría tenido más conciencia del peligro. (…) Entonces llegué; obviamente, eran militares armados, pero yo tenía una blusa blanca y yo me hice así, y así me bajé y así entré. (…) Pero cuando entré, en la puerta, mi hermano era piloto de combate, era piloto de Kfir, y yo por eso tenía familiaridad con la base y la conocía. Tenía familiaridad y no tenía temor de esta base militar. Y también yo les dije: “yo puedo ayudar”; miren, nosotros somos un medio de comunicación, ustedes necesitan saber, decir qué es lo que está pasando. Alguien tiene que explicarle al país. Nosotros podemos ser y nos dejaron entrar.
L.E.V.: Y usted entra y termina sentada al lado de León, perdón, perdón… Sí. Sí, señor León hágase a un ladito… ¿Cómo llega usted al mismísimo lugar de los hechos?
T.A.: Porque alguien tenía que transmitir. Ellos necesitaban quién transmitiera la firma del acuerdo, quién transmitiera lo que estaba pasando y ellos ordenaban eso. Ellos me retiraban la cámara cuando yo no hacía algo. Me retiraban la cámara y cuando querían que grabara algo me daban la cámara. Yo no llegué cuando fue la revuelta; ahí estuvieron otras personas que estaban haciendo esa cobertura. Nosotros no llegamos a esa cobertura, llegamos después y nos quedamos ahí.
L.E.V.: Y usted entra, entra a esta habitación…
T.A.: Era la oficina del comando.
L.E.V.: ¿La oficina del comando?
T.A.: Y estaban el ministro de Defensa, el presidente y los comandos.
L.E.V.: ¿Y usted qué dijo ese rato? ¿Qué edad tenía?
T.A.: Yo tenía 25 años.
L.E.V.: ¿Usted dijo, “vaya momentazo histórico en el que estoy” o también dijo no sé?
T.A.: A ver, yo lo primero que hice fue preocuparme por tratar de cubrir con la adrenalina del trabajo que haces. Entonces sí, yo entré y lo primero que hice fue preocuparme por el presidente. Me preocupó verlo ahí, me daba miedo. Había tres comandos con metralletas.
L.E.V.: ¿Le preocupaba la seguridad del presidente a usted?
T.A.: ¡Claro! Me preocupaba, yo sabía que ya había dos muertos, entonces yo tenía temor.
L.E.V.: ¿Y usted tenía algún cariño por él? O sea, ¿algún respeto?
T.A.: Por supuesto que le tenía cariño, yo sí era una persona a la que ya había visto algún tiempo. Era un político importante, era el presidente de la República y le vi sangre, aquí en la camisa. Tenía sangre y me preocupé. Le pregunté si estaba bien. Por eso él después, en una entrevista, dijo que yo había llorado, pero yo después entendí, yo decía: “yo no lloré, pero yo sí pongo cara de llorona”. Estuve a punto.
L.E.V.: Y usted cuando llega y le dice: “Señor presidente…”. ¿Usted le vio una actitud de “yo no me ahuevo jamás o yo no sé, estoy jodido”?
T.A.: Es que no es verdad que el presidente León Febres-Cordero era así. Era un hombre pensante, apasionado, intenso. Yo lo que siempre digo es que él supo mantener su dignidad y la calma durante todo el tiempo que a mí me tocó verlo secuestrado en Taura. Siempre estuvo tranquilo y en control de las cosas, utilizando las palabras correctas, y dando las órdenes que tenía que dar, y pensando, y hablándoles a los comandos de manera adecuada, con firmeza, con la misma firmeza que él tenía para actuar. Ahora, sus enemigos políticos se inventaron un montón de cosas.
L.E.V.: ¿De que había llorado? ¿De que por poco se había arrodillado?
T.A.: Yo no lo vi. Yo eso jamás lo vi. Yo vi una actitud digna.
L.E.V.: ¿Y con el tiempo qué ha pasado? Cuando usted dice León Febres- Cordero, ¿qué opinión le nace?
T.A.: Fue el político de mayor impacto durante tres décadas en este país. Yo no tengo por qué dar mi opinión. La vida de él está ahí, los hechos están ahí, y él tiene que haber cometido muchos errores y también muchos aciertos, y era el político más gravitante de la época. La política giraba alrededor de él durante tres décadas. Le tocó enfrentar otros escenarios, acuérdate tú que en esa época todavía no había caído el muro de Berlín, todavía estaba Pinochet en el poder en el 84.
L.E.V.: Pana de Castro era también…
T.A.: Era un hombre de buena conversación, le gustaban los caballos, los cigarros…
L.E.V.: Todos eran panas de Castro en ese tiempo… pero hay quien lo pinta como el gran autoritario de la segunda mitad del siglo pasado. ¿Usted cree que se merece esa etiqueta histórica?
T.A.: Yo lo que creo es que a veces para juzgar a la política nos olvidamos de la cultura que existe en la sociedad, el signo de los tiempos. Y yo creo que en esa época la autoridad se ejercía de manera más autoritaria.
L.E.V.: ¿Había que ejercer?
T.A.: Un poco. Un poco las sociedades probablemente se prestaban para eso y, de hecho, en los salones de las casas, en conversaciones, tú oías a muchas personas que decían: ¡aquí se necesita un Pinochet!
L.E.V.: Eso se decía, por eso terminamos como un Rafa…
T.A.: Ya no les gustó, pero con las mismas características.
L.E.V.: ¡Pero ahora estamos, con el que tenemos es muy blandengue, carajo! Necesitamos alguien de mano dura… Ya nos jodimos otra vez.
T.A.: Otra cosa importante que le tocó enfrentar a León Febres-Cordero es que, acuérdate tú, teníamos el M-19, las FARC arriba y a Sendero Luminoso en Lima. ¿Nosotros con qué empezamos? Con Alfaro Vive. Hay mucha gente que dice que la represión fue excesiva, pero yo no sé. Este hombre tuvo la visión y la entereza de eliminarlos.
L.E.V.: ¿Entonces usted cree que con sus críticas, defectos, está en una posición favorable de la historia nacional?
T.A.: Yo creo que pesan más sus virtudes porque creo, o si no el país no lo hubiese aguantado tres décadas.
L.E.V.: ¿Como alcalde?
T.A.: Como alcalde nadie lo discute.
Aquí el enlace del programa completo: https://youtu.be/wUF7ihTfPRw
Retomando los hechos de ese penoso incidente, los tres sobrevivientes del grupo de seguridad militar que acompañaron a mi papá en Taura, Patricio Robayo, Carlos Solís y Segundo Paspuel, escribieron en el año 2015 un libro titulado “Sobrevivientes de un magnicidio, Taura 28 años después”, que se puede conseguir escribiendo a patricio.robayo@hotmail.com
La perversa trama de Taura y sus entresijos terminaría de hacerse manifiesta a los pocos meses, cuando el doctor Rodrigo Borja Cevallos, sucesor constitucional de mi papá, asumió la Presidencia de la República.
Efectivamente, mediante el Decreto Ejecutivo 253, el doctor Borja expidió la Ley de Gracia que puso en libertad a los que asesinaron a dos valientes miembros de las Fuerzas Armadas en Taura, hirieron a otros dos y secuestraron a varios civiles y militares, incluido el presidente de la República. Un acto sin precedentes y vergonzoso que servía, a la vez, para confirmar la connivencia de las fuerzas políticas opositoras al régimen de mi papá en los hechos de Taura.
¿Qué otra razón podía mover a un presidente de la República a dar un paso de esta naturaleza que no fuera un compromiso con los actores materiales e intelectuales del llamado ‘taurazo’? El Estado Mayor del Ejército del propio gobierno del doctor Borja, mediante oficio del día 7 de diciembre de 1988, a los pocos días de la mencionada Ley de Gracia, hizo saber su postura. Dicho oficio, que mi papá guardaba en sus archivos con celo, tiene un papel adherido cuyo texto, borroso pero legible, dice: “La dignidad es un atributo escaso y de apreciar”. El texto del documento tiene partes subrayadas que expresan lo siguiente:
“La actitud asumida por los exoficiales y policías aéreos durante su permanencia en el penal, así como las declaraciones a su salida, el uso de uniformes y el financiamiento que reciben desde el exterior del país, los identifica como un grupo organizado que constituye una real amenaza al orden público”.
“La conmutación de las penas, en un sentido de extrema benignidad, se estima podrían alentar a que ocurran hechos similares a los de Taura”.
“El Ejército se siente profundamente lesionado porque el decreto de aplicación de la Ley de Gracia no considera el honor militar y los principios fundamentales de la disciplina y subordinación”.
Luego de la reunión con los presidentes del Congreso, de la Corte Suprema de Justicia y del Tribunal Constitucional llevaba a cabo luego de los sucesos de Taura, mi papá convocó a una reunión urgente con su equipo de trabajo más cercano para retomar las acciones del Gobierno, en especial la conducción de la economía impactada por los bajos precios del petróleo, el impulso a la obra pública en la medida en que lo permitieran los ingresos y, principalmente, para acelerar la masa de bienes y servicios exportables por parte del sector privado que venían creciendo de manera vertiginosa.
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